El día que mi abuela murió sentí una profunda tristeza, y lamentaba no haberla ido a visitar antes porque tenía algunos años de no verla, una última lección me dejó: «en vida hermano, en vida». Mi abuela era una mujer valiente y de carácter fuerte, ella vivía en un rancho, prácticamente aislada de la civilización, tuvo más de 9 hijos algunos murieron y los otros salieron a buscar una oportunidad de vida mejor, unos se fueron para Estados Unidos y jamás volvieron, en ocasiones sólo de visita, otros a la capital de la Ciudad de México o a algún otro estado de nuestro México, y mi abuelo siempre trabajando en el campo.
Cuando yo era niña me encantaba ir de vacaciones al rancho, ya sabes cuando la vida es sólo eso, vida y se vive intensamente donde los sueños son posibles y se vive sólo el día a día sin esperar el mañana, donde el hoy es el importante. Pero bueno al llegar al rancho, mi abuela siempre nos recibía con los brazos abiertos y su corazón lleno de amor , siempre compartía lo poco que tenía, aunque parecía que no tenía nada , nunca le faltaba nada, como a la viuda que acogió a Elías en su viaje .
Siempre encontrábamos a mi abuela haciendo algo, en el fogón cocinando o barriendo el corral con una escoba de popotes, pero casi siempre cantando. Ella era feliz en ese lugar, varias veces le habían ofrecido irse a vivir a Estados Unidos o a la Ciudad, pero ella amaba su rancho. Era un rancho donde no había ni siquiera luz, donde por la noches se oían los coyotes aullar y los grillos cantar, el agua del rio correr y el cielo estrellado, como no he mirado otro jamás. Mi abuela decía que Dios estaba en todo lugar y por supuesto en aquel lugar tan apartado. Yo sabía que ella lo había encontrado, a veces por las noches ella salía de casa muy arreglada se ponía medias y se alisaba el pelo recogido con una peineta , caminando atravesaba con trabajos el río y llegaba a la iglesia. Ella hablaba con Dios. Ahora lo sé, era un gusto para ella ir a ver a «mi Padre Dios» así se refería siempre. Dios siempre presente en su vida, una vida difícil, una vida que yo veía en solitario, pero que no era así. Ella vivía sola, durante todo el año, en una gran casa hecha de adobe, en aquel rancho apartado. Pero que en aquel recogimiento no estaba sola, tenía a su «Padre Dios» con ella, eso decía y, en efecto, no se veía solitaria.
La recuerdo cada noche, sin faltar una , de las dos semanas que pasábamos en el lugar. Siempre, antes de dormir, rezaba y hablaba con su Padre Dios, le encomendaba a todos los presentes y los ausentes. Algunas veces la acompañé en ese momento, momento en el que percibía la «compañía en solitario», digo en solitario, porque yo no alcanzaba a ver nada, pero mi abuela, seguro que si ,porque hablaba como si estuviera frente a otra persona. Decía que era bueno hablar con Dios, que él siempre está dispuesto a escucharnos si es que le queremos hablar. El tiempo de vacaciones se terminaba y todos y cada uno de los visitantes regresábamos a la cotidianidad de la vida. Mi abuela nos despedía siempre con una bendición y tortas de queso, bendición que era una mezcla de amor y dolor porque nos volveríamos a ver hasta dentro de un año. Ella lloraba y yo también, ella se quedaba triste pero tranquila. Me decía -hija cuida a tus hermanas y a tus papás. El camión, que esperábamos en la carretera, se alejaba con ese encargo y su bendición, hasta que desaparecía y no volveríamos hasta el próximo año.
Mi abuela era una mujer muy inteligente y valiente. Ella aceptó en su vida ser hija de Dios, ahora lo sé. Vivió una vida de servicio y nunca estuvo sola, y con su ejemplo me mostró que: por más dificultades que veamos venir si «Mi Padre Dios» está en nuestra vida, nunca caminaremos en solitario .
Altagracia de Avila