Cada día, cuesta perdonar. Hay momentos en la vida de Juan Manuel que hieren tan profundo que sólo entregando la vida al perdón puedes vivir.
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Perdonar a Dios
Perdonar a Dios, que me había prometido que si la familia rezaba junta, junta estaría por siempre. Perdonar a Dios porque le serví pensando que mientras yo me encargaba de sus cosas Él se encargaría de las mías. Perdonar a Dios porque lo proclamaba, seguro que Él me tendría presente. Perdonar a Dios porque intenté tantas veces dar más a mi familia y me pedía que le entregara esa labor, seguía, según yo su consejo y tenía cada vez menos recursos para dar. Perdonar a Dios porque con el corazón en la mano acudía a pedirle perdón por mis faltas y pedirle fortaleza para superarlas, pero soy débil y me entristece no encontrar su misericordia. Perdonar a Dios por permitir un mundo que cada vez es más egoísta y olvida el amor y el perdón.
Perdonar al Prójimo
Aquel día que abracé la Cruz con el corazón rasgado y sangrante, acepté vivir para perdonar a mi prójimo por traicionar el amor, por mentir, por cultivar el odio y la separación y enseñar a justificarlo. Así comencé a vivir para perdonar esas lecciones de egoísmo y desprecio que me comparten muchas veces quienes más quiero. Perdonar que desconocieran el perdón y ocultaran el amor. Vivir para perdonar al prójimo y ayudarlo a levantarse y volver al camino. Perdonar a mi prójimo cuando me condena por que no tengo y no valora quienes somos. Perdonar su intolerancia, soberbia, su superficialidad para mirar el mundo por encima del hombro. Perdonar que entregan limosnas a Dios en sus oraciones y no le dan tiempo a Dios para ser su Dios, su amor, su píe firme.
Perdonarme
Comencé a vivir para perdonarme. Intentar voltear al espejo y sonreír nuevamente desde el fondo de mi corazón. Perdonarme, mirarme como víctima de Dios y de mi prójimo. Perdonarme mis juicios de separación y acumular resentimientos y rencores. Perdonarme mis reacciones humillantes y violentas. Perdonarme juzgar a Dios y a mi prójimo. Perdonarme por querer tener para ser y olvidar que soy para dar. Perdonarme por mi pobreza de espíritu, mis vicios y debilidades. Perdonarme por juzgar y condenarme por no saber perdonar y perdonarme.
La ofensa
Comencé a vivir para sacar la ofensa de la existencia. La ofensa tiene un sabor amargo, que se atraganta y retumba en el pecho. La ofensa ahoga y parece anunciar el vómito de enjambre de insectos atrapados en la profundidad de tu corazón. La ofensa apesta las palabras y oscurece la razón. La ofensa da rienda suelta al cuerpo, a los excesos, los vicios y el caos en las relaciones con el prójimo y con Dios. La ofensa es un juicio que condena a la esclavitud, postra, paraliza… El tiempo se vuelve lento y pasa rápido, quita el sabor a la vida, la hace insípida y sin gozo. La ofensa es oscuridad que separa, temor que maltrata. Pero la ofensa sólo se enraíza en el corazón del ofendido.
La cruz
Aquel día que abracé la Cruz comencé a mirar la ofensa, el juicio, la condena, el calvario, la muerte y la resurrección. Cada día es un paso para perdonar. Cada perdón tiene la fuerza del perdón de Dios. En este camino que comencé, encontré la vida y la verdad que te hace libre.
Cada día el Señor muestra su misericordia, perdona, levanta, revela el Amor con la luz de su Espíritu en mi espíritu. Aguarda pacientemente a ponga pie firme en su amor y me impulsa a que de el paso de amar al prójimo y a mi. Eso ocurre cuando me niego a mi y lo afirmo y me reafirmo en su presencia. Por eso decidí dedicar mi existencia al perdón, abrazar mi Cruz con el corazón y sacar la ofensa de la existencia. Pues a pesar de todo, soy como todos una expresión del Amor de Dios con su fuerza para cultivar con el perdón los frutos de su Espíritu.
Cada día busco su Espíritu en mi espíritu y al encontrarlo en el corazón de mi conciencia Su Perdón disuelve el malestar de la ofensa. El Padre en el Hijo, con el Espíritu Santo nos perdona y levanta para que sigamos pues vale la pena perdonar, aunque cueste la vida.