Señor, Si he de proclamar mi fe, mi esperanza y mi Amor en ti, que eres el Padre Nuestro encarnado en Jesucristo por el Espíritu Santo en la Santísima Virgen. También reconozco que me has llamado y me has bautizado para ser tu cuerpo místico me compartes tu reino y reino contigo. Por el Agua de mi bautizo recibo tu sacerdocio en mi sacerdocio y bendigo, en nombre de tu Santa Trinidad, el agua, los alimentos, el día, el lugar y a las personas. Me compartes tu Espíritu Santo y soy profeta que proclama desde mi espíritu tu Espíritu Santo.
Soy expresión de tu Amor y Amor es lo que en verdad puedo dar. Amor es el camino que puedo continuar. Amor es la vida que puedo entregar. Soy uno en ti y en ti somos hijos del Padre Nuestro con el Espíritu Santo. Somos tu Amor para darle Amor a la vida y, como tu, dar la vida por Amor,
Recordad tu Pasión es más que conmover a nuestro corazón con la
gratitud por tu sacrificio, es el tiempo de seguir tus pasos, de
enfrentar el temor, de aceptar la voluntad del Padre, de abrazar
nuestra cruz y resucitar en la vida y seguir como Dios Manda.
Tus pasos son nuestra guía y te confieso mis errores y debilidades, sé mi fortaleza en mi espíritu:
Ignoré tu deseo de unirnos para celebrar y compartir la Pascua en la Santa Misa.
Dejé de reconocer que te entregas en cuerpo, sangre y divinidad para ser nuestro aliado.
Te traicioné a cambio de orgullo, soberbia, por unas monedas y placeres.
Tu estás entre nosotros como el que sirve y quise que me sirvieras, ser más grande, sin comportarme como el menor, y gobernar, sin ser servidor.
Desprecié la realeza que nos conferiste de ser Hijos del Padre Nuestro.
Estaba dispuesto a ir contigo a donde fuera y te negué
No te reconocí entre los malechores y los pecadores.
No te invoque en oración ante la tentación.
«Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya».
En la angustia y la desesperación hice mi voluntad
Preferí dormir que orar, para no caer en la tentación».
Te entregue a cambio de un beso.
Use la violencia olvidando tu voluntad
Te traté como ladrón de mi tiempo y mi vida.
Te niego tantas veces: “no te conozco”, “no soy tu seguidor”, “No siento Amor”.
Para creerte, te pido que hagas mi voluntad.
Si me respondes, no te creo que eres el Hijo de Dios
Eres Rey de reyes y te ordeno como mi si fueras mi Sirviente.
Si tu enseñanza va contra mi juicio, te expulso de mi conciencia
Dejo que las leyes y gobernantes guíen mi fe sobre ti
Si no me respondes te desprecio y pongo en ridículo
Actúo huyendo de mis temores y no para acercarme a tu Amor
Oh Mis Señor me rehúso a abrazar mi cruz y tu la cargas conmigo.
Me lamento de mi dolor humano y no reconozco tu Dolor Divino por que no compartimos tu Amor.
Me escandalizo que estés con malhechores
«Padre, perdónanos, porque no sabemos lo que hacemos».
Preferimos las vestiduras que mirar tu Espíritu Santo
Continuamos ofendiendo tu amor burlándonos de tu misericordia
No atendemos tu sufrimiento, ni tememos contrariarte.
Tú, con nosotros sufres la misma pena.
«Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino».
Y al reconocerte y pedir tu misericordia tu nos dices «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso».
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»
¿Qué hemos hecho con tu Amor?
Vienes a nuestra vida ¿Como te recibo?
Perdón Señor, por no aceptar y entregar tu Amor entre
Nosotros, con mi familia, mis vecinos, la gente que pones en mi
camino día a día.
En la verdad soy libre
Señor necesito escucharte y alzarme sobre el ruido:
Concentrarme en el silencio profundo, sin distraerme, preocuparme
o pensar que hay algo más importante que estar contigo. Quiero
sentir tu presencia en lo más intimo de mi ser, como río de agua
viva que corre en mi espíritu para alimentar mi vida.
- Dios mío. Necesito Escucharte.
- Quiero darme cuenta cuando trates de decirme algo
- Quiero darme cuenta de tu consejo y tu corrección
- Líbrame de mis preocupaciones, para estar atento a tu presencia de amor
Hoy quiero abrazar tu amor en mi cruz, al liberarme con el perdón
de todos aquellos errores que cometí, que te ofenden al lastimar tu
creación y a mi prójimo como a mi mismo. Pues todos somos uno en tu
creación.
Pasión de Nuestro Señor según San Lucas
(22,14-71.23,1-56)
Llegada la hora, Jesús se sentó a la mesa con los Apóstoles y
les dijo:
«He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes antes
de mi Pasión, porque les aseguro que ya no la comeré más hasta que
llegue a su pleno cumplimiento en el Reino de Dios».
Y tomando una copa, dio gracias y dijo: «Tomen y compártanla
entre ustedes.
Porque les aseguro que desde ahora no beberé más del fruto de la
vid hasta que llegue el Reino de Dios».
Luego tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a sus
discípulos, diciendo: «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por
ustedes. Hagan esto en memoria mía».
Después de la cena hizo lo mismo con la copa, diciendo: «Esta
copa es la Nueva Alianza sellada con mi Sangre, que se derrama por
ustedes.
La mano del traidor está sobre la mesa, junto a mí.
Porque el Hijo del hombre va por el camino que le ha sido
señalado, pero ¡ay de aquel que lo va a entregar!».
Entonces comenzaron a preguntarse unos a otros quién de ellos
sería el que iba a hacer eso.
Y surgió una discusión sobre quién debía ser considerado como
el más grande.
Jesús les dijo: «Los reyes de las naciones dominan sobre
ellas, y los que ejercen el poder sobre el pueblo se hacen llamar
bienhechores.
Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que es más
grande, que se comporte como el menor, y el que gobierna, como un
servidor.
Porque, ¿quién es más grande, el que está a la mesa o el que
sirve? ¿No es acaso el que está a la mesa? Y sin embargo, yo estoy
entre ustedes como el que sirve.
Ustedes son los que han permanecido siempre conmigo en medio de
mis pruebas.
Por eso yo les confiero la realeza, como mi Padre me la confirió
a mí.
Y en mi Reino, ustedes comerán y beberán en mi mesa, y se
sentarán sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel.
Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido poder para
zarandearlos como el trigo,
pero yo he rogado por ti, para que no te falte la fe. Y tú,
después que hayas vuelto, confirma a tus hermanos».
«Señor, le dijo Pedro, estoy dispuesto a ir contigo a la
cárcel y a la muerte».
Pero Jesús replicó: «Yo te aseguro, Pedro, que hoy, antes
que cante el gallo, habrás negado tres veces que me conoces».
Después les dijo: «Cuando los envié sin bolsa, ni alforja,
ni sandalia, ¿les faltó alguna cosa?».
«Nada», respondieron. El agregó: «Pero ahora el
que tenga una bolsa, que la lleve; el que tenga una alforja, que la
lleve también; y el que no tenga espada, que venda su manto para
comprar una.
Porque les aseguro que debe cumplirse en mí esta palabra de la
Escritura: Fue contado entre los malhechores. Ya llega a su fin todo
lo que se refiere a mí».
«Señor, le dijeron, aquí hay dos espadas». El les
respondió: «Basta».
En seguida Jesús salió y fue como de costumbre al monte de los
Olivos, seguido de sus discípulos.
Cuando llegaron, les dijo: «Oren, para no caer en la
tentación».
Después se alejó de ellos, más o menos a la distancia de un
tiro de piedra, y puesto de rodillas, oraba:
«Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se
haga mi voluntad, sino la tuya».
Entonces se le apareció un ángel del cielo que lo reconfortaba.
En medio de la angustia, él oraba más intensamente, y su sudor
era como gotas de sangre que corrían hasta el suelo.
Después de orar se levantó, fue hacia donde estaban sus
discípulos y los encontró adormecidos por la tristeza.
Jesús les dijo: «¿Por qué están durmiendo? Levántense y
oren para no caer en la tentación».
Todavía estaba hablando, cuando llegó una multitud encabezada
por el que se llamaba Judas, uno de los Doce. Este se acercó a Jesús
para besarlo.
Jesús le dijo: «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del
hombre?».
Los que estaban con Jesús, viendo lo que iba a suceder, le
preguntaron: «Señor, ¿usamos la espada?».
Y uno de ellos hirió con su espada al servidor del Sumo
Sacerdote, cortándole la oreja derecha.
Pero Jesús dijo: «Dejen, ya está». Y tocándole la
oreja, lo curó.
Después dijo a los sumos sacerdotes, a los jefes de la guardia
del Templo y a los ancianos que habían venido a arrestarlo: «¿Soy
acaso un ladrón para que vengan con espadas y palos?
Todos los días estaba con ustedes en el Templo y no me
arrestaron. Pero esta es la hora de ustedes y el poder de las
tinieblas».
Después de arrestarlo, lo condujeron a la casa del Sumo
Sacerdote. Pedro lo seguía de lejos.
Encendieron fuego en medio del patio, se sentaron alrededor de él
y Pedro se sentó entre ellos.
Una sirvienta que lo vio junto al fuego, lo miró fijamente y
dijo: «Este también estaba con él».
Pedro lo negó, diciendo: «Mujer, no lo conozco».
Poco después, otro lo vio y dijo: «Tú también eres uno de
aquellos». Pero Pedro respondió: «No, hombre, no lo soy».
Alrededor de una hora más tarde, otro insistió, diciendo: «No
hay duda de que este hombre estaba con él; además, él también es
galileo».
«Hombre, dijo Pedro, no sé lo que dices». En ese
momento, cuando todavía estaba hablando, cantó el gallo.
El Señor, dándose vuelta, miró a Pedro. Este recordó las
palabras que el Señor le había dicho: «Hoy, antes que cante el
gallo, me habrás negado tres veces».
Y saliendo afuera, lloró amargamente.
Los hombres que custodiaban a Jesús lo ultrajaban y lo golpeaban;
y tapándole el rostro, le decían: «Profetiza, ¿quién te
golpeó?».
Y proferían contra él toda clase de insultos.
Cuando amaneció, se reunió el Consejo de los ancianos del
pueblo, junto con los sumos sacerdotes y los escribas. Llevaron a
Jesús ante el tribunal
y le dijeron: «Dinos si eres el Mesías». El les dijo:
«Si yo les respondo, ustedes no me creerán, y si los interrogo,
no me responderán.
Pero en adelante, el Hijo del hombre se sentará a la derecha de
Dios todopoderoso».
Todos preguntaron: «¿Entonces eres el Hijo de Dios?».
Jesús respondió: «Tienen razón, yo lo soy».
Ellos dijeron: «¿Acaso necesitamos otro testimonio? Nosotros
mismos lo hemos oído de su propia boca».
Después se levantó toda la asamblea y lo llevaron ante Pilato.
Y comenzaron a acusarlo, diciendo: «Hemos encontrado a este
hombre incitando a nuestro pueblo a la rebelión, impidiéndole pagar
los impuestos al Emperador y pretendiendo ser el rey Mesías».
Pilato lo interrogó, diciendo: «¿Eres tú el rey de los
judíos?». «Tú lo dices», le respondió Jesús.
Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la multitud: «No
encuentro en este hombre ningún motivo de condena».
Pero ellos insistían: «Subleva al pueblo con su enseñanza
en toda la Judea. Comenzó en Galilea y ha llegado hasta aquí».
Al oír esto, Pilato preguntó si ese hombre era galileo.
Y habiéndose asegurado de que pertenecía a la jurisdicción de
Herodes, se lo envió. En esos días, también Herodes se encontraba
en Jerusalén.
Herodes se alegró mucho al ver a Jesús. Hacía tiempo que
deseaba verlo, por lo que había oído decir de él, y esperaba que
hiciera algún prodigio en su presencia.
Le hizo muchas preguntas, pero Jesús no le respondió nada.
Entre tanto, los sumos sacerdotes y los escribas estaban allí y
lo acusaban con vehemencia.
Herodes y sus guardias, después de tratarlo con desprecio y
ponerlo en ridículo, lo cubrieron con un magnífico manto y lo
enviaron de nuevo a Pilato.
Y ese mismo día, Herodes y Pilato, que estaban enemistados, se
hicieron amigos.
Pilato convocó a los sumos sacerdotes, a los jefes y al pueblo, y
les dijo: «Ustedes me han traído a este hombre, acusándolo de
incitar al pueblo a la rebelión. Pero yo lo interrogué delante de
ustedes y no encontré ningún motivo de condena en los cargos de que
lo acusan; ni tampoco Herodes, ya que él lo ha devuelto a este
tribunal. Como ven, este hombre no ha hecho nada que merezca la
muerte.
Después de darle un escarmiento, lo dejaré en libertad».
Pero la multitud comenzó a gritar: «¡Qué muera este
hombre! ¡Suéltanos a Barrabás!».
A Barrabás lo habían encarcelado por una sedición que tuvo
lugar en la ciudad y por homicidio.
Pilato volvió a dirigirles la palabra con la intención de poner
en libertad a Jesús.
Pero ellos seguían gritando: «¡Crucifícalo!
¡Crucifícalo!».
Por tercera vez les dijo: «¿Qué mal ha hecho este hombre?
No encuentro en él nada que merezca la muerte. Después de darle un
escarmiento, lo dejaré en libertad».
Pero ellos insistían a gritos, reclamando que fuera crucificado,
y el griterío se hacía cada vez más violento.
Al fin, Pilato resolvió acceder al pedido del pueblo.
Dejó en libertad al que ellos pedían, al que había sido
encarcelado por sedición y homicidio, y a Jesús lo entregó al
arbitrio de ellos.
Cuando lo llevaban, detuvieron a un tal Simón de Cirene, que
volvía del campo, y lo cargaron con la cruz, para que la llevara
detrás de Jesús.
Lo seguían muchos del pueblo y un buen número de mujeres, que se
golpeaban el pecho y se lamentaban por él.
Pero Jesús, volviéndose hacia ellas, les dijo: «¡Hijas de
Jerusalén!, no lloren por mí; lloren más bien por ustedes y por
sus hijos.
Porque se acerca el tiempo en que se dirá: ¡Felices las
estériles, felices los senos que no concibieron y los pechos que no
amamantaron!
Entonces se dirá a las montañas: ¡Caigan sobre nosotros!, y a
los cerros: ¡Sepúltennos!
Porque si así tratan a la leña verde, ¿qué será de la leña
seca?».
Con él llevaban también a otros dos malhechores, para ser
ejecutados.
Cuando llegaron al lugar llamado «del Cráneo», lo
crucificaron junto con los malhechores, uno a su derecha y el otro a
su izquierda.
Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen». Después se repartieron sus vestiduras, sorteándolas
entre ellos.
El pueblo permanecía allí y miraba. Sus jefes, burlándose,
decían: «Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es
el Mesías de Dios, el Elegido!».
También los soldados se burlaban de él y, acercándose para
ofrecerle vinagre, le decían: «Si eres el rey de los judíos,
¡sálvate a ti mismo!».
Sobre su cabeza había una inscripción: «Este es el rey de
los judíos».
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No
eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Pero el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de
Dios, tú que sufres la misma pena que él?
Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas,
pero él no ha hecho nada malo».
Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a
establecer tu Reino».
El le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en
el Paraíso».
Era alrededor del mediodía. El sol se eclipsó y la oscuridad
cubrió toda la tierra hasta las tres de la tarde.
El velo del Templo se rasgó por el medio.
Jesús, con un grito, exclamó: «Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu». Y diciendo esto, expiró.
Cuando el centurión vio lo que había pasado, alabó a Dios,
exclamando: «Realmente este hombre era un justo».
Y la multitud que se había reunido para contemplar el
espectáculo, al ver lo sucedido, regresaba golpeándose el pecho.
Todos sus amigos y las mujeres que lo habían acompañado desde
Galilea permanecían a distancia, contemplando lo sucedido.
Llegó entonces un miembro del Consejo, llamado José, hombre
recto y justo, que había disentido con las decisiones y actitudes de
los demás. Era de Arimatea, ciudad de Judea, y esperaba el Reino de
Dios.
Fue a ver a Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús.
Después de bajarlo de la cruz, lo envolvió en una sábana y lo
colocó en un sepulcro cavado en la roca, donde nadie había sido
sepultado.
Era el día de la Preparación, y ya comenzaba el sábado.
Las mujeres que habían venido de Galilea con Jesús siguieron a
José, observaron el sepulcro y vieron cómo había sido sepultado.
Después regresaron y prepararon los bálsamos y perfumes, pero el
sábado observaron el descanso que prescribía la Ley.